LA INVENCIÓN DE LA DEMOCRACIA
Aunque parezcan estar muy lejanos, los tiempos en que surgieron la democracia en Atenas y la república en Roma están llenos de enseñanzas para nosotros. No sólo encontramos en ellos, por primera vez, palabras como política, democracia, censo o comicio, que se utilizan cotidianamente en nuestros medios de comunicación, sino que, también, su estudio nos ayuda a reconocer la fuerza y los obstáculos que han condicionado y siguen condicionando todos los intentos por realizar el ideal democrático. Veamos desde una perspectiva panorámica, cuáles fueron las vías por las que llegó a concebirse, a inventarse, una organización democrática de la sociedad.
1. La crisis de la aristocracia ateniense
En su origen, hacia el año 1000 a.C., Atenas, como las pocas ciudades griegas que entonces existían, estaba gobernada por una realeza. El rey de Atenas, que tenía su palacio sobre la Acrópolis, era una especie de jefe supremo de otros tantos reyes que ejercían el mando en cada uno de sus respectivos clanes o tribus. Las relaciones entre el rey y el resto de los reyes parece ser que eran buenas y armoniosas hasta que el primero quiso acrecentar su poder, incorporando a su clan a las gentes extranjeras que vivían en Atenas. Fue entonces cuando los demás se rebelaron y derrocaron al rey. A partir de ese momento, Atenas fue gobernada por el conjunto de nobles, o jefes de los clanes, que se mostraron hostiles al pueblo, es decir, a aquellos que no pertenecían a ningún clan. Fueron ellos los que ejercían el poder político, militar y religioso, reunidos normalmente en un consejo de arcontes, en el cual no podía participar nadie extraño a ese selecto grupo de familias atenienses.
Esa aristocracia que rigió en Atenas, sin ninguna oposición, durante más de dos siglos, cultivaba el sentido de la distinción y de la excelencia. Estaba orgullosa de sus dioses, en cuyo culto no podía participar el pueblo que tenía sus propias divinidades consideradas inferiores. El aristócrata mira siempre por encima del hombro a los representantes del pueblo a quienes considera débiles y cobardes. Se ha dicho, por tanto, que la moral de la aristocracia griega es una moral basada en un sentido competitivo de la vida, que sólo reconoce la fuerza, la belleza, el valor y el vigor físico, como criterios de poder político. Es lógico que con estos presupuestos surgieran los juegos panhelénicos, y entre ellos especialmente los juegos olímpicos, como el escenario idóneo para demostrar el verdadero valor. Las Odas triunfales que el poeta Píndaro consagra a los campeones de estos juegos son el vivo ejemplo de este sentimiento aristocrático. Aunque teóricamente los juegos estaban abiertos a todos los ciudadanos, de hecho, fueron juegos de la aristocracia y para la aristocracia. La fortuna que exigía criar caballos o prepararse durante todo el tiempo para participar en las pruebas atléticas sólo estaba al alcance de los nobles. Hay que señalar además que en la excelencia del campeón se solía resaltar una componente familiar, hereditaria. Cada familia tiene sus cualidades, y estas se transmiten por tradición. Se canta la gloria del vencedor por haber ganado una carrera y, al tiempo, se exaltan las hazañas de su padre y de su abuelo en esa misma prueba.
Según esa lógica aristocrática, es en la lucha donde resplandece la verdad y es el más fuerte el que dicta sus leyes, el que marca su territorio y el que ejerce el gobierno. El débil, el miembro del pueblo, el campesino, el artesano, apenas puede oponer otro argumento que no sea el de su propia miseria. La situación del pueblo era casi desesperada —esta situación fue percibida a través de todos los testimonios escritos de que disponemos. Pero el pueblo, en los primeros tiempos de dominio de la aristocracia, no tenía ninguna posibilidad de hacer oír su voz o conducir sus fuerzas. La fábula del halcón y el ruiseñor que nos cuenta el poeta Hesíodo, en el siglo VIII a.C. puede drnos una idea de la situación:
“Así habló un halcón a un ruiseñor de variopinto cuello mientras le llevaba muy alto, entre las nubes, atrapado con sus garras. Este gemía lastimosamente, ensartado entre las corvas uñas y aquel en tono de superioridad le dirigió estas palabras: ‘¡Infeliz! ¿Por qué chillas? Ahora te tiene en su poder uno mucho más poderoso. Irás a donde yo te lleve por muy cantor que seas y me servirás de comida si quiero o te dejaré libre. ¡Loco es el que quiere ponerse a la altura de los más fuertes! Se ve privado de la victoria y además de sufrir vejaciones, es maltratado’. Así dijo el halcón de rápido vuelo, ave de amplias alas” (Hesíodo, Los trabajos y los días).
Aquellos debieron ser los argumentos que el pueblo escuchara de labios de los aristócratas, durante los siglos que perduró su situación angustiosa y miserable. Llegó el momento, sin embargo, en que la aristocracia ateniense no pudo seguir manteniendo por la fuerza aquella situación y, a regañadientes, tuvo que pactar en medio de una auténtica guerra civil. Se acudió a una especie de árbitros o magistrados especiales. Los aristócratas esperaban que las cosas quedaran como estaban y el pueblo confiaba en ver cumplido su deseo de una justicia basada no ya en la fuerza, sino en la igualdad. Algunos de aquellos magistrados como Dracon, y sobre todo Solón, arconte de Atenas en el 594 a.C., dictaron leyes que supusieron una mayor igualación y un recorte de algunos de los tradicionales privilegios de la aristocracia. Para Solón, los excesos de la aristocracia no tienen ninguna justificación; la justicia es medida y exige dar al pueblo “lo que le basta”, es decir, no quitándole lo que le pertenece, aunque tampoco dándole más. La injusticia de la aristocracia —concluirá Solón— echa al pueblo en brazos del tirano. Y esto fue efectivamente lo que sucedió con Pisístrato con el cual, no obstante, comenzó una era de alivio y prosperidad para la ciudad. Los ciudadanos atenienses hicieron caso al consejo del tirano: se dedicaron a sus negocios mientras él, con unos pocos colaboradores, se ocupaba del Estado de una forma bastante juiciosa.
Buscar un equilibrio entre lo social y económico, como doctrina política, con un Estado social promotor y una ciudadanía participante
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